Actividad de lectura
ESCENA CUARTA
Un bosque de mil años, en el Reino del REY MICOMICÓN. La Señora INFANTINA aparece entre un largo cortejo de damas y meninas, pajes y chambelanes. EL MAESTRO DE CEREMONIAS anda entre todos batiendo el suelo con su porra de plata. En los momentos de silencio, meninas y pajes, damas y chambelanes accionan con el aire pueril de los muñecos que tienen el movimiento regido por un cimbel. Saben hacer cortesías y sonreír con los ojos quietos, redondos y brillantes como las cuentas de un collar.
LA INFANTINA. ¡Dejadme aquí!
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¡Imposible, Señora Infantina!
LA INFANTINA. ¡Ved que no puedo más!
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. Imposible acceder a vuestro ruego.
LA INFANTINA. ¡Sois cruel, Señor Maestro de Ceremonias! Decidme, al menos, cuánto falta de camino.
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. Yo no puedo decíroslo con certeza. Unos aldeanos a quienes antes interrogué me dijeron que la carrera de un galgo.
LA INFANTINA. ¡Qué camino tan penoso!
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¡Un poco de ánimo! El paraje donde el Dragón se come a las Princesas ya no puede hallarse muy distante. ¡La carrera de un galgo no es gran cosa!
LA INFANTINA. ¡Estoy desfallecida!
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. Descansad un momento.
LA INFANTINA. ¡No puedo dar un paso! ¿Por qué no me dejáis aquí, Señor Maestro de Ceremonias?
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¡Imposible, Señora Infantina! ¡La etiqueta establece que seáis entregada al Dragón en la Fuente de los Enanos! ¡Es el uso desde hace mil años! La Corte del Rey vuestro padre mantiene en vigor las pragmáticas del buen rey Dagoberto, y por la decimoquinta se establece que cada vez que el Dragón se presente a reclamar una Princesa, ésta le sea llevada a la Fuente de los Enanos. ¡No podemos romper una tradición tan antigua!
LA INFANTINA. ¡Por lo mismo que es antigua, Señor Maestro de Ceremonias!
LA DUQUESA. Casi estoy por darle la razón a mi señora la Infantina. Ya sabéis que soy severísima en cuanto atañe a la etiqueta; pero ahora me siento compadecida. Si el Dragón es el soberano del bosque, poco puede importarle que la Señora Infantina le sea entregada en la Fuente de los Enanos o en otro paraje de sus dominios.
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¡Mentira me parece oír eso de vuestros labios, Duquesa! ¡Vos, educada en la etiqueta del gran siglo!
LA INFANTINA. Pero toda vuestra etiqueta, Señor Maestro de Ceremonias, la guardáis para el Dragón. ¡Para mí, que me veis rendida de cansancio, ni etiqueta ni compasión!
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. Yo sigo los usos tradicionales de la Corte.
LA DUQUESA. Amigo mío, consultad si hay precedentes de que otra Infantina se haya fatigado en el camino como nuestra Señora, y ved lo que se ha hecho entonces.
LA INFANTINA. ¡Ya os digo que no puedo andar! Con precedentes o sin ellos, aquí me siento y de aquí no me muevo.
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¡Estas maneras, Duquesa, no las habréis visto en el gran siglo!
LA DUQUESA. En todo tiempo, amigo mío, hubo niñas voluntariosas y mimadas.
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¿Qué hacéis, Señora Infantina?
LA INFANTINA. Descansar a mi gusto, Señor Maestro de Ceremonias. Voy a morir para salvar al reino de ser destruido, no para que vos hagáis alarde de vuestra ciencia como Maestro de Ceremonias. Todos reconocemos vuestra erudición. Sois en el reino de mi padre el más sabio de los tontos. Pero yo soy una niña que solo sabe morir para salvaros a todos. Nunca he leído las pragmáticas del Rey Dagoberto, y no es cosa de que en este momento me aburráis con ellas.
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¿Qué le diremos al Rey vuestro padre? ¿Qué disculpa le daremos?
LA INFANTINA. Llevadle mis chapines y decidle que me hacían tanto daño que no podía andar con ellos.
LA DUQUESA. ¡Una idea! Haced lo que os dice la Señora Infantina, y entablad una reclamación contra el zapatero. Eso podría arreglarlo todo.
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. No habrá otro remedio que considerarlo caso de fuerza mayor.
LA DUQUESA. Dadme a besar vuestras manos, niña mía. Dejad que os llame así esta última vez que nos vemos. No debías ser, no, la primera en partir del mundo. ¡Ah! ¡Quién pudiera morir por vos!
LA INFANTINA. ¡Adiós, Duquesa! Decidle al Rey mi padre que muero contenta porque salvo a su reino.
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. No me guardéis rencor, Señora Infantina, y dadme también las manos a besar.
LA INFANTINA. Con toda mi alma. Si ahora me habéis mortificado, no puedo olvidar que cuando niña me habéis divertido enseñándome la pavana y el minué. Pero si el Cielo alarga tanto vuestra vida que podáis conducir otra princesa como tributo al Dragón, recordad que hay precedentes, y que no es preciso llegar a la Fuente de los Enanos.
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. La pena de no ver a mi Señora la Infantina me matará este invierno.
LA DUQUESA. ¡Adiós, mi niña adorada!
LA INFANTINA. ¡Adiós!
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. Vamos, Duquesa, que si la noche nos coge en el bosque no sabremos salir.
LA DUQUESA. ¿Hay lobos?
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¡Siempre hay lobos en los bosques!
LA DUQUESA. ¡Y no lleváis armas!
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. Llevo el Discurso de la Corona. ¿No sabéis que los lobos se ahuyentan con la música?
LA DUQUESA. Niña mía, perdona que te deje con tal premura; pero ya comprendes cómo tendría que morir de vergüenza si la noche me cogiese sola en el bosque con el Señor Maestro de Ceremonias. Vamos.
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. Os daré la mano.
LA DUQUESA. ¡Gracias! ¿Lleváis los chapines de la Infantina?
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¡Aquí los llevo! En estos momentos supremos no he querido contradecir a la pobre niña, pero los usos tradicionales no pueden cambiar, porque en esta ocasión, única en dos mil años, no hayamos llegado a la Fuente de los Enanos.
LA DUQUESA. ¿Vos no aceptáis que sea un precedente?
EL MAESTRO DE CEREMONIAS. ¡De ninguna manera! Podría serlo, en todo caso, para modificar la forma de los chapines haciéndolos más cómodos para caminar por estos andurriales, pero de ninguna manera para modificar una pragmática del buen Rey Dagoberto. ¡Adónde iríamos a parar!
LA INFANTINA queda sola en el bosque, sentada al pie de un árbol lleno de nidos y de cantos de ruiseñor. Damas y chambelanes, meninas y pajes se retiraran lentamente. Con sus ojos de porcelana y sus bocas pueriles tienen un aire galante y hueco de maniquíes.
LA INFANTINA. ¡Guerreros soberanos de mi estirpe! ¡Reyes y Reinas! ¡Blancas Princesas, como yo sacrificadas a la furia del monstruo! ¡Dadme el aliento para saber morir! Me cubriré con mi manto. ¡No quiero que puedan ver el miedo en mi rostro ni aun los pájaros del cielo!
Aparece EL REY MICOMICÓN, la melena al viento. Es un gigante de cien años, con largas barbas como viejo Emperador Carlomagno. Camina desorientado, y al ver a su hija, la Señora INFANTINA, da un gran grito.
EL REY MICOMICÓN. ¡Hija! ¡Al fin te encuentro!
LA INFANTINA. ¿Cómo estáis aquí, padre mío?
EL REY MICOMICÓN. He salido del palacio disfrazado. Vengo para salvarte. ¡Oh! ¡Qué zozobras he sentido al correr este bosque sin hallarte en parte alguna! ¡Creía llegar tarde! ¡Vamos, hija mía! Cerca de aquí me espera tu paje fiel, con un caballo.
LA INFANTINA. No tengo chapines, padre mío.
EL REY MICOMICÓN. ¡Oh! ¡Qué niña loca! Te llevaré en brazos.
LA INFANTINA. ¿Adónde, padre mío?
EL REY MICOMICÓN. A una tierra lejana y feliz donde no haya monstruos. Para salvarte, renuncio a mi corona.
LA INFANTINA. Y vuestro reino todo será abrasado por los ojos del Dragón. ¡No, padre mío!
EL REY MICOMICÓN. Entonces ya no sería mi reino, hija querida.
LA INFANTINA. Yo quiero salvar a todos los que una vez besaron mis manos como Infantina. ¡Dejad, señor, que se cumpla mi destino de flor que deshoja el viento!
EL REY MICOMICÓN. ¡Qué triste final el de mi reinado!
LA INFANTINA. ¡Volved al palacio, Señor! Haced feliz a vuestro pueblo. Ahora que sois desgraciado podréis conseguirlo mejor, que son los ojos más clementes los que miran llenos de lágrimas. Apartaos las barbas con la mano para que os pueda besar.
EL REY MICOMICÓN. ¡Adiós, hija mía, Blanca Flor!
LA INFANTINA. ¡Adiós, padre mío!
EL REY MICOMICÓN. ¡Nunca pensé que pudiese recorrer un camino tan lleno de espinas siendo Rey!
Se aleja EL REY por aquel bosque antiguo, lleno de ecos como un sepulcro. Camina despacio y con anhelo, sacudida la espalda por los sollozos. Aparece EL PRÍNCIPE VERDEMAR con una armadura resplandeciente, semejante a un Arcángel.
EL PRÍNCIPE VERDEMAR. Princesa de mis sueños, soy un enamorado de tu hermosura, y vengo de lejanas tierras para vencer al Dragón.
LA INFANTINA. El Dragón es invencible, noble caballero.
EL PRÍNCIPE VERDEMAR. Si fuese como dices, bastaría para mi gloria dar la vida en tu defensa. ¡Ya está ahí el Dragón!
Óyese el vuelo del Dragón rompiendo las ramas de los árboles y asustando a los pájaros. Es un monstruo que tiene herencia de la serpiente y del caballo, con las alas del murciélago.
LA INFANTINA. Yo no quiero que tan noble vida se aventure en una muerte cierta. Huid, generoso paladín.
EL PRÍNCIPE VERDEMAR. Son hermanos tu destino y mi destino. Sea una nuestra suerte, y la estrella de la tarde, que ahora nace en el cielo, vea nuestra desgracia o nuestra ventura.
EL PRÍNCIPE VERDEMAR pelea con el DRAGÓN. La boca del monstruo descubre siete hileras de dientes. Hay un momento en que el paladín siente desmayar su brío. Pero le anima el sentimiento divino del amor, y levantando a dos manos la espada, que parece un rayo de sol, da muerte al DRAGÓN.
LA INFANTINA. ¿Quién sois, que poseéis la espada de diamante? Vuestra es mi vida, valeroso guerrero. Llevadme a la Corte de mi padre, y mi reino será vuestro.
EL PRÍNCIPE VERDEMAR. Sólo puedo conduciros hasta las puertas de la ciudad. Un voto me impide entrar en poblado.
LA INFANTINA. Juradme al menos que aún os veré otra vez.
EL PRÍNCIPE VERDEMAR. Os lo juro.
LA INFANTINA. ¡Ay! No tengo chapines.
EL PRÍNCIPE VERDEMAR. Yo tengo para ti, Infantina, unos chapines de oro.
EL DUENDE sale de la enramada con unos chapines de piedras preciosas, y los deja sobre la yerba. De un salto, como lo dan las ranas y los sapos, desaparece.
LA INFANTINA. ¡Oh! ¡Qué lindos! Sólo las hadas de los cuentos los tienen así.
EL PRÍNCIPE VERDEMAR. ¿Me dejas encerrar en ellos los lirios de tus pies?
LA INFANTINA. ¿Y tú no olvidarás la promesa de volver a verme?
EL PRÍNCIPE VERDEMAR. Aun cuando quisiera olvidarla, no podría.
Se alejan, y buscan el camino el uno en los ojos del otro. Y van así por el bosque, que empieza a llenarse de sombras, y los ruiseñores cantan en sus nidos. EL DUENDE sale cauteloso del tronco de un árbol. Pone el pie en la cabeza del DRAGÓN y le arranca la lengua.
EL DUENDE. Le extraeré el veneno de la lengua y lo venderé en la Corte del Rey Micomicón a los poetas y las damas que murmuraban de todo.
UNA PASTORA PASA CANTANDO:
¡Quien a la sierpe matará,
con la Infantina casará!
¡Quien diere muerte al Dragón,
reinaría en el reino de Micomicón!
abcdefghijklmnñopqrstuvwxyz
- Que obra con cautela. Precavido
- Q2F1dGVsb3Nv
- Compasivo. Moderado en la aplicación de la justicia
- Q2xlbWVudGU=
- Propio de un niño o que parece de un niño
- UHVlcmls
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