Actividad de lectura: La tierra todo lo da
El abuelo se sentó en su sillón de la sala, frente a mí. Apenas había un resplandor rojizo en el hogar, porque habíamos dejado morir el fuego. Yo no podía sentarme. Estaba frente a él, mirándole tontamente a la cara, llena de frío de pies a cabeza. Él me cogió las manos, y me miraba a los ojos, muy fijo. Tenía los ojos azules, claros, con una luz lejana dentro, como la de una casita perdida en el bosque, de esas de los cuentos que nos cuentan cuando somos muy pequeños.
—Paulina —me dijo—. Escúchame, Paulina.
Asentí con la cabeza, y el abuelo me apretó más las manos entre las suyas.
—No tengas miedo —me dijo—. Nin está bien…
Entonces empecé a llorar. Lloré muy despacio, sin ruido, de un modo como no lo había hecho nunca. Me caían las lágrimas por las mejillas, calientes y despacio. Y yo las sentía casi con agradecimiento.
El abuelo tuvo paciencia con mis lágrimas y estuvo esperándome. Cuando poco a poco fui serenándome, me hizo sentar en una sillita baja, frente a él:
—Tienes que ser valiente —me dijo—. No creo que le suceda nada malo a Nin, pero si le sucediera, deberías ser valiente.
—Sí, lo seré —le dije. Pero no soportaba ni la idea de que le pasara algo que no tuviera remedio.
—El médico dice que posiblemente es pulmonía —dijo el abuelo—. Pero haremos todo lo posible por él.
Yo dije que sí con la cabeza; estaba segura de que lo harían.
—Ahora —me dijo entonces el abuelo—, quiero que me digas por qué se fue Nin de esta casa. Necesito que me lo digas, Paulina, porque es muy importante.
Yo miré al abuelo, llena de agradecimiento. ¡Tantas veces hubiera querido decírselo! No por qué se había marchado, sino todo aquello que le empujaba dentro.
—Nin es muy desgraciado —le dije entonces—. Es tan desgraciado, que nadie lo sabrá nunca bastante.
—¿Por qué? —dijo el abuelo—. ¿Por su ceguera?
—En parte… —dije yo—. Pero mucho más por no ser útil a sus padres. ¡Abuelo, aquí los niños trabajan desde muy temprano! Todos ayudan a sus padres, porque son gente que lleva una vida muy dura…
Me quedé callada otra vez, porque me daba cuenta de que aquello acaso no estaba bien decirlo, puesto que los hombres de que yo hablaba eran aparceros del abuelo. Pero el abuelo me apretó más la mano y dijo, suavemente:
—Dime, no te detengas.
Y yo se lo dije. Le conté el secreto de Nin, lo que oyera decir de él a su tía Rosalía. Lo triste que era para él no vivir junto a sus padres en la casa de la ladera. La vida que llevaba siempre, como decía Marta, «cara a la tierra, que todo se lo lleva»…
—Abuelo —dije—. Es triste eso: «la tierra, que todo se lo lleva». ¡Ellos quieren a la tierra, pero, por lo visto, la tierra les hace mucho daño! Siempre están de cara a ella y se hacen viejos luchando con ella.
—Es cierto lo que dice Marta —dijo, muy despacio. Y la voz en aquel momento era baja y un poco ronca, como la de María—. La tierra se lo lleva todo.
—¿Tú quieres a la tierra? —dije yo.
—Sí —me contestó—. La quiero mucho, mucho. Desde niño la quise.
—Tú tienes mucha —le dije entonces, y el corazón me latía de pronto muy deprisa—. Muchísima…
—Sí —dijo—. Alguna.
Y añadió:
—Siempre había mirado a la tierra y la había querido. Cuando era niño, mi padre me llevaba a través de los campos. Me llevaba montado en su caballo, delante de él, y pasábamos por el camino alto. Me señalaba allá abajo y me decía: «Mira la tierra». Yo estaba orgulloso de ella. Porque la tierra lo da todo, también.
—Sí —dije yo—. Todos lo dicen… Si se trabaja, la tierra es muy agradecida.
—Pero el tiempo pasa —dijo el abuelo. Y parecía que no me había oído—. El tiempo pasa y los hombres cambian. Mis hijos no quisieron a la tierra. A veces yo he pasado, ya viejo, por el mismo camino por donde me llevaba mi padre, siendo yo niño. Y he vuelto a mirarla, allá abajo, y me he encontrado muy solo. Estaba solo, encima de la tierra.
De pronto levantó la cabeza y me miró de frente:
—¿Entiendes de lo que te estoy hablando, Paulina?
—Sí —dije—. Te entiendo muy bien, abuelo.
—La tierra es para el que la ama —dijo entonces el abuelo—. Para el que sufre y trabaja en ella. ¿No es eso lo que piensas tú también?
Dije que sí con la cabeza. Casi no podía hablar.
—Tú eres como yo —me dijo entonces. Y me puso la mano en el hombro—. Es extraño. Tú eres como yo, Paulina. Al cabo de tantos años, te he encontrado.
Esto último me pareció un poco raro. Pero, sin embargo, muy dentro de mí sentía que era verdad lo que decía.
—Bien —dijo el abuelo—. ¿Me echarás en cara, cuando seas una mujer, que les devuelva la tierra a ellos?
—¿A ellos? —dije yo. Y me parecía tan grande aquello que decía, y tan bueno, que casi sentía miedo.
—Sí —dijo él—. A los que la trabajan y necesitan a sus hijos para que les ayuden.
—Nunca te lo echaré en cara —le dije. Y para que más se convenciera, añadí—: Y si es verdad que cambio, abuelo, como dice Lorenzo que cambia la gente, con los años… si es verdad que cambio, más aún: hazlo pronto, antes que sea tarde. Y si lo siento, cuando sea mayor, me estará bien empleado. ¡Sí, abuelo, porque es como ahora, como yo quiero ser siempre!
Y aunque nadie se iba de viaje, ni él ni yo, el abuelo me besó en la frente.
Ana Mª Matute, Paulina, Ed. Destino. Barcelona, 2013
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- Admitir como cierto o conveniente lo que otra persona ha afirmado o propuesto antes
- QXNlbnRpcg==
- Inflamación del pulmón o de una parte de él producida generalmente por el neumococo
- UHVsbW9uw61h
- Aclarar, sosegar, tranquilizar algo
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