Actividad de lectura: Nin
—Cuéntame lo que piensas, Nin —le dije—. Cuéntamelo sin miedo: yo sí te comprenderé.
Nin se encogió de hombros, suavemente.
—Ya sabes en qué pienso, Paulina —me dijo—. Tú bien lo sabes: que no quiero que me traten así, como si fuera un chico pequeño. ¡Peor que a Mateo, se me trata!
—¿Por qué? —dije.
Hablamos en voz baja, para que Marta no oyera lo que decíamos. Y se oía el chisporrotear del fuego, y el barboteo de las ollas que hervían, a nuestros pies.
—Porque sí —añadió él—. Porque de todos hacen planes… y de todos dicen: «Éste el año que viene ayudará a padre… ésta, para el tardío, ya ayudará en aquello»… Sí, eso lo oigo yo, que lo dicen el tío Eladio y la tía Rosalía. Y hasta padre también le hablaba de Valentín al tío Eladio, el verano pasado: ya era tiempo de llevarlo al campo. ¿Y de mí? De mí, no. De mí, nadie piensa más que en tenerme lejos, bien abrigado. ¡Para que crezca solo, como la mala hierba!
¡Cuánta amargura había en su voz! Sentí una pena muy grande, oyéndole.
—¡Y ni siquiera sé de letras, como Valentín! —dijo—. Si no fuera por ti, ni la A sabría. Y aunque todos digan de Valentín: «Lástima de cabeza, para enterrarla en la tierra», yo sé que por lo menos eso se lleva él por delante. ¡Pero yo! ¡Para nada sirvo! ¡Ni para ayudar a mi madre, como una chica, igual que Bibiana!
—No digas eso, Nin, que me haces mucho daño —le dije—. Tú sabrás leer y escribir muy pronto.
Nin se quedó callado. Pero bien a la vista estaba que no me respondía por no herirme.
—¿Quisieras estar en tu casa, ahora? —le pregunté.
—Sí —contestó. Y lo decía con tanta fuerza, que parecía rabia—. ¡Sí, ahora y siempre!
Me hacía daño, de verdad, lo que me decía. Pero no podía ser egoísta con mis cosas, que, en comparación con las de él, nada eran.
—Háblame de tu casa —le dije entonces. Aunque sentía pena de oírle—. Dime cosas de allá…
—Aunque me quede solo —dijo él—. ¡Aunque me dejen solo, mientras ellos van a la siembra, o a la era… es bueno! Yo me asomo a la puerta y, como la era queda cerca, les oigo. Oigo la voz de padre, gritándole al caballo. Y oigo a madre. Ella, a veces, me llama: «¡Nin!». Me llama sólo por eso: porque yo la oiga. Y según viene de lejos la voz, yo sé por dónde anda. Otras veces van más allá y no les oigo. ¡Pero, de todos modos, estoy en casa!
—Te comprendo muy bien, Nin —le dije—. ¡Ojalá pudieras estar siempre con ellos!
—O por lo menos —dijo— que les ayudara en algo. Si el estar lejos le sirviera a ellos… ¡Pero así! ¡Eso es lo que me duele tanto! Antes yo era pequeño y no me daba cuenta de estas cosas. Sólo sentía pena por no estar juntos. Pero ahora… Te voy a decir una cosa que nadie sabe, porque a nadie se la he dicho.
—Es algo que oí, en el verano pasado —me dijo él—. ¡Me hizo mucho daño, Paulina!
—¿A quién lo oíste?
—Fue en la era, a la tía Rosalía. Era un día que hacía mucho calor, muchísimo. Ellos habían venido a ayudarnos a nosotros, como nosotros les ayudamos a ellos. (Así lo hacen todos los aparceros, en el tiempo de las parvas, porque se necesitan muchos brazos). Pues, como te digo, era un día de mucho calor, y alrededor de la era —que está en la ladera del Santo Cristo crecen unos castaños. A la sombra de ellos habían dejado el vino y las cestas de la comida, tapadas. Y yo, como siempre, allí estaba tendido, en la hierba, al lado de la comida, donde no me diera mucho el sol. Y les oía a ellos como trajinaban. A ellos, a los tíos, y a Valentín y Bibiana. Y todos hablando y riendo y gritando, y hasta peleándose (porque cuando se trabaja, va se sabe: pero son riñas de poca monta). Y me acuerdo que era en un rato en que había silencio, que habían bajado los caballos por el senderillo y les oía alejarse chascando en las piedras las herraduras. Escuchaba a las chicharras, que parecía que se partían debajo del sol, y me acuerdo que estaba yo todo mojado de sudor. Entonces se acercó la tía Rosalía a mi madre, que subía por el senderillo. Al principio no presté mucho atención a lo que ellas iban hablando; creía que eran las cosas de siempre que hablan las mujeres. Pero, de pronto, la voz de la tía Rosalía (que como sabes no se puede confundir), dijo: «¿Y siempre le tendréis así, de haragán? ¡Ay, mujer, que va ya para los once! ¡Mala vida vais a sacar de ese cuitado!». Yo me quedé todo tenso, como una cuerda, y me dio aquí dentro un golpe, en mitad del pecho. «No digas cosas que duelen —contestó entonces la voz de madre—. Bastante pena llevamos encima». «Pero en algo hay que emplearle —volvió a decir la voz de la tía Rosalía—. No va a ser siempre eso: un hijo que duerme a la sombra. ¡No por él, ni por vosotros! ¿Qué será de él, en el correr del tiempo? Los niños se van, sin que nos demos cuenta: ya, una mañana, no tenemos niños. Y un hombre sin oficio ni beneficio, júntalo a la desgracia que le dio Dios y dos desgracias serán». Entonces, madre empezó a llorar; yo sé que lloraba, por la voz que tuvo para decir: «No puedo hacer nada, mujer, no puedo hacer nada». Pero la tía le volvió a decir: «No quiero ser dura para ti, hermana (que como hermana te tengo, aunque no sea de sangre). Pero, por la ley que os tengo a ti y al niño: ¡piensa bien en qué le empleas! Algo podrá hacer, me digo yo… algo que le dé provecho en esta vida y os ayude a vosotros también. ¡Mira a Valentín, mujer! ¡Mira cómo se porta ya en la era! ¿Y qué me dices de Bibiana?…». Sí, yo creo que ella no quería doler a mi madre; pero le reventaba el orgullo hablando de sus hijos y no caía en el dolor que le iba echando encima a mi madre. Y debía ser tanto, que ni respirar la oía. Sus voces subían, hasta debajo de los castaños, y me llegaban porque estaba en alto. ¡No imaginaban ellas cómo bebía yo lo que oía, porque cuanto más nos duele una palabra, más atentos la escuchamos…!
Nin se quedó con la cabeza doblada. Tenía las manos abiertas, descansando sobre las rodillas, y eran unas manos morenas y delgadas, pero finas como la madera brillante y pulida del puño del bastón. No eran las manos abiertas, chatas, ásperas, de Valentín.
¡Algo tenía yo dentro, como un mordisco, que me hacía mucho daño también!
—No pienses en eso —dije, aunque notaba que de nada servía—. Nin, tú eres una alegría muy grande para tu madre. Yo lo sé y, además, Marta lo dice. ¡Dice Marta que ella no tuvo niños y muchas veces envidió a tu madre, porque un hijo siempre es bendito! Ella lo dice, yo lo oí: te lo puedo jurar, si quieres.
Nin sonrió y movió la cabeza.
—No —dijo—. Pero aún oí más a la tía Rosalía. Dijo: «Es un hijo lo que crías, no una golondrina. Piénsalo, mujer. Te matarán el trabajo y la pesadumbre, si no lo piensas a tiempo». Y como ya volvían Valentín y mi padre, las mujeres callaron y volvieron todos al trabajo. Pero yo ya no pude apartar de mí estas palabras, y siempre les voy dando vueltas. Y cuando llegó el invierno y me trajeron otra vez aquí, ellos no sabían por qué les pedía yo (que lo iba pidiendo todo el camino) que no me trajeran, que me dejaran en casa. Porque allí, por lo menos, de alguna utilidad le soy a madre. ¡Sé traer leña del establo, y darle pienso al caballo, y ayudar en la casa, en muchas cosas! ¡Porque mi casa la conozco toda, escalón a escalón, y cada palmo de la pared, como si fuera mi mano derecha!
—Estoy segura de que sí —le dije—. ¡Tan listo eres! ¡Tan enormemente listo, que nadie vi como tú!
—Bueno, no exageres —dijo él. Y hasta se puso colorado—. Eso lo dices, porque igual a ti en la voz te noto muchas cosas.
—¿Qué cosas? —dije yo.
—Qué tú también, aunque no seas de mi sangre, me tienes mucha ley.
Yo noté que me apretaba algo la garganta. Le cogí la mano y dije:
—Sí, es verdad, Nin. ¡Aunque no sea tu hermana de sangre, te tengo mucha ley!
Ana Mª Matute, Paulina, Ed. Destino. Barcelona, 2013
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