Actividad de lectura: Paulina
Paulina
Como no tengo padres, desde que era muy pequeña —tanto que no me acuerdo de ellos—, sé que he vivido siempre con Susana, porque Susana era prima hermana de mi padre, y la única persona de mi familia que vivía en la ciudad. Creo que de muy, muy pequeña, ya estuve al principio en las montañas, con los abuelos. Pero no tengo más que un recuerdo muy pequeño, como de una casita que se ve de lejos. Luego fui con Susana a la ciudad, porque todos los niños tienen que ir al colegio y estudiar, y en las montañas dicen que no hay colegios. Como los abuelos eran muy viejos, me cuidaba Susana. Todo iba así de corriente, sin nada de particular, hasta que me puse enferma, hace más de un año. Luego me cortaron el pelo, me pude levantar, pasear un poco y ponerme del todo bien. Pero dijeron que en las montañas me pondría mucho mejor. Lo que más me gustó fue que Susana se volvería a la ciudad y me dejaría sola en casa de los abuelos. Al abuelo sí que le conocía, porque alguna vez había ido a verme al colegio. Un par de veces, creo yo, pero me acordaba muy bien de él. Era alto, vestido de negro, y tenía las manos muy grandes. Su anillo de boda casi me hubiera servido de pulsera, y era muy poco hablador, pero a su lado se estaba bien. Las veces que vino, me llevó a merendar y al parque, porque había árboles. Al cine, no, porque decía que no le gustaba. A la abuela no la conocía más que por fotografía, como a papá y a mamá. O, por lo menos, no me acordaba de ella.
Levantando bien la cabeza, acercándola a la ventanilla, alcanzaba a ver la luna. Estaba bastante baja para mis diez años. Ahora ya he cumplido los trece, y soy muy diferente. Porque para eso me llevaron a las montañas. En el tiempo en que estuve enferma —creo que más de un año—, para mí todo era bastante confuso, lo recordaba muy poco, y como a saltos, a trozos sueltos. Luego fue cuando me cortaron el pelo al rape. Cuando el viaje, ya me empezaba a crecer, aunque muy poquito, y muy tieso. De vez en cuando me gustaba pasarme la mano por la cabeza, porque el pelo que nacía era muy finito y me hacía cosquillas en la palma de la mano. Cuando me miraba al espejo me encontraba muy rara. Parecía un niño, aunque no del todo, porque no me habían quitado los pendientes, unos aritos muy pequeños de oro, que me pusieron, dice Susana, en cuanto nací. A mí no me gustan los pendientes. Leí en un libro que los salvajes se agujerean las narices y las orejas, para ponerse esas cosas. ¿Por qué nos harán lo mismo a las niñas? [...]
Cap. I
En aquel momento el reloj de la esquina, que era alto y estrecho, de los llamados de carrillón, empezó a tintinear una cancioncilla. Luego conté hasta nueve campanadas.
—¡Las nueve! —dije.
—Ya lo hemos oído —contestó Susana.
Subía delante de mí las escaleras, y vi que tenía el abrigo bastante arrugado. Era un abrigote grande y peludo, que a mí no me gustaba nada. Ni tampoco me gustaba el abrigo que yo llevaba, ni ninguno de los vestidos que ella me compraba. Ninguna de las niñas del colegio, los días que salían a sus casas, llevaban vestidos parecidos a los míos. Yo no sabría explicar cómo eran, pero eran diferentes. Con mi pelo rapado y mi abrigo marrón, me parece que estaba horrible. Siempre me habían dicho que era fea. También lo había oído decir a las niñas del colegio, y hasta una vez a una de las profesoras. Me acuerdo que era para la fiesta de fin de curso, que íbamos a hacer una representación del Nacimiento de Jesús, con los pastores y todo. Todas las niñas querían ser el Ángel, o la Virgen. Yo también. Pero nunca me elegían. Y ese día, yo oí cómo decía una de las profesoras: «Esta pobre, con esa carita de…». No sé de qué dijo que tenía cara. Pero era algo feo, eso seguro. Esas cosas se saben siempre. Se notan. Que lo dijeran las niñas no me hacía daño. Pero que lo dijera una persona mayor sí me dolía. Tuve ganas de llorar, y como si me apretara mucho la garganta. Luego se me pasó, y ya casi no me importaba.
Pero era mejor que no me viera mucha gente, y por eso me gustaba esconderme para jugar, debajo de la escalera, o en el rincón más oscuro. Yo me inventaba todos mis juegos, y sobre todo leía. Así lo pasaba bien, pero que muy bien. Además, si corría o jugaba a la pelota, me cansaba enseguida.
Cap. II
Nin
Marta se echó a reír. Me gustaba mucho cómo se reía, porque echaba la cabeza para atrás y enseñaba todos los dientes. Su risa se parecía al barboteo de un puchero hirviendo. Toda ella era como un redondo puchero hirviendo.
—Acércate al fuego —me dijo—. Te calentarás.
Me cogió por debajo de los brazos y me levantó en vilo, hasta sentarme junto al niño.
—Este muchacho es Juanín —dijo Marta—. Todos le llamamos Nin. No lo habías visto nunca, ¿verdad?
—No —dije—. Sólo ahora, mirando por la ventana… ¡Y por eso bajé a la cocina!
Marta y la otra mujer se rieron. Nin había vuelto la cara hacia mí, pero no me miraba. O no parecía que me mirase. Marta y la otra mujer volvieron a hablar de sus cosas. Yo no las entendía bien, pero me parece que se quejaban de algo. Sobre todo la que parecía la madre de Nin. Era también delgada, morena, y estaba sentada en el borde de una silla, con las manos cruzadas. De cuando en cuando movía la cabeza de arriba abajo, y suspiraba fuerte.
—¿Ésta es la niña? —oí que le preguntaba a Marta, bajito.
Y Marta dijo que sí con la cabeza.
Me volví a Nin y le dije:
—Me llamo Paulina —me parecía que mi nombre no era muy bonito.
Me hubiera gustado llamarme Isabel, o Rosalía, o Esther, que esos nombres sí que sonaban bien. Pero, no: me llamaba Paulina, porque papá se llamaba Pablo.
Nin sonrió un poquito, y no dijo nada. Yo volví a decir:
—¿Cuántos años tienes?
—Diez —dijo él.
Eso me alegró.
—¡Yo también! —dije—. Los he cumplido el mes pasado.
—Yo, en mayo los cumplí —dijo él—. El día cinco de mayo.
En aquel momento entró Lorenzo, con una carga de leña, y la dejó en el suelo, con mucho ruido.
Tenía los hombros mojados y la cara y la boina también, por la nieve derretida.
—¡Cómo está el camino de la leñera! —dijo—. Como siga nevando, apañados estamos…
Entonces se fijó en la mujer y en el niño y dijo:
—Otra vez tenemos visita… ¡Me alegro, me alegro de verdad!
Se acercó a Nin, que al oírle se puso muy contento, porque se reía y le alargaba la mano, por encima de mi cabeza.
—¡Hola, muchachito, hola! —decía Lorenzo, y le daba tirones de pelo.
A mí también me pasó la mano por la cabeza, y dijo:
—Ya tienes un compañero, para jugar por ahí… ¡Es muy aburrida esta casa, para esta criatura!
—Sí —dijo Marta—. Qué le vamos a hacer. Mejor estará aquí, de todos modos, que de donde vino.
Todos se echaron a reír. María, que hasta entonces había estado sentada cosiendo, sin hablar, levantó la cabeza y dijo:
—¿Te gustará jugar con Nin?
Yo dije que sí, con la cabeza, y María me hizo señas de que me acercase. Yo me levanté y fui a su lado. Entonces María empezó a arreglarme el cuello del vestido con las manos y a ponerme bien la medalla, que siempre se me iba para la espalda. Pero eso, yo noté que lo hacía para disimular, porque entretanto me iba diciendo por lo bajito:
—Paulinita, hermosa, quiero decirte algo: ese niño que está ahí, es el hijo de Ricardo y Cristina, aparceros de esta casa. Ten cuidado con él y sé muy buena: porque ese niño no ve.
—¿No ve? —pregunté asombrada. Y sentí mucha pena y algo así como una desilusión.
—Es ciego —dijo María, poniendo la boca muy cerca de mi oído. Y luego, para que todos la oyesen, me dijo—: Cuando nieva tanto, hace mucho frío en casa de Nin. Lo traemos aquí para que no se ponga enfermo, como le pasó hace años. Tus abuelitos quieren mucho a Nin, y hasta que venga el deshielo se queda en esta casa, que está más abrigada. Así que podréis jugar todo lo que queráis, si no hacéis ruido y no subís a la sala.
—¡Qué bien! —dije—. ¡Qué bien, cuánto me gusta que se quede aquí! Así tendré con quien hablar y jugar…
Pero notaba una cosa muy tirante dentro y pensaba: ¿cómo se puede jugar, con un niño que no ve?
Marta nos dio rosquillas y Cristina se puso de pie:
—Bien, hijo, hasta la primavera —dijo—. Tengo que volver, antes no se haga de noche.
A mí me pareció que estaba muy triste, pero no le salió ni una lágrima. Se acercó a Nin y el niño le pasó el brazo por el cuello. Yo vi cómo la mano de Nin, que era muy morena y huesuda, se quedaba quieta encima del cuello de su madre y la apretaba. Cristina le dio un par de besos y, despacito, se desprendió del brazo del niño.
Cap. IV
Ana Mª Matute, Paulina, Ed. Destino. Barcelona, 2013
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- Grupo de campanas en una torre, que producen un sonido armónico por estar acordadas. Juego de tubos o planchas de acero que producen un sonido musical
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- Producir el sonido especial del tintín
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- Sin el apoyo físico necesario o sin estabilidad. Con indecisión, inquietud y zozobra
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